Recuerdo cada detalle de aquella tarde hasta que el cerebro colapsó. Fue todo tan irreal que mi cerebro se negó a seguir procesando información, a extraer recuerdos para después ponerlos en un pedestal.
Recuerdo que me cogí vacaciones, y, en lugar de lo que dictaba la lógica (estaba en medio de un traslado y una mudanza), me fui a Córdoba. En el último suspiro. En la última semana. La decisiva. En la zona Cesarini, apurando, viviendo al límite. Anticipando lo que iba a pasar.
En realidad el traslado y mudanza fue, como el gol, un pelotazo dado hacia delante. Me podía haber quedado en Múnich, intentar seguir jugando bonito, construyendo unos cimientos en una ciudad donde es fácil vivir, atractiva, con futuro...
Pero sin embargo decidí despejar largo. Patada a seguir, siguiendo el rumbo que marcaba mi corazón. Porque el cambio era arriesgado, podía no tener futuro al entrar en un trabajo nuevo y sus incertidumbres. Como ese pelotazo que das, a la desesperada, con el alma puesta, yo decidí marcharme. No a cualquier lado, sino a donde el corazón me dictaba. A Viena.
Y como ese patadón que yo dí, se dio otro en Gran Canaria. Pelayo, un chico que venía cedido del Elche. Mucha calidad mal aprovechada. Lánguido. Con tendencia a lesionarse. Que (ni de lejos) partía como titular en el equipo del ascenso. Pues él, precisamente él, dio ese pelotazo poniendo el alma y el corazón, a la desesperada. A ver qué salía. Sin aparente rumbo, siguiendo sólo el instintivo principio de "cuanto más cerca del área de ellos, más posibilidades que pase algo". Tosco, primitivo, básico. Más similar al rugby que al balompié. Más propio de Gravesens,Garais y Ekengs que de Pelayos.
Tanto, que el portero se quedó con una cara de WTF y la rechazó con la mano floja.
En este punto, que todos conocemos bien, es cuando nos levantamos de donde estábamos sentados, empezamos a subir los abrazos, a agarrar al de al lado. A abrir la boca para gritar y expulsar a la mariposa, la anaconda, el tigre y el jaguar que teníamos en el estómago. No sé cómo no tiré nada en este momento.
Y sobre todo en el siguiente, cuando un mexicano que había sido más irregular todavía que Pelayo, que había hecho una temporada más que discreta, empujó la bola con un punterazo. Un chaval que venía cedido del Chelsea, que nada más llegar aseveró que sus objetivos eran ascender y jugar el Mundial. Me estoy riendo mientras lo escribo.
Pues en esas, el chico con ínfulas le pegó un puntero dándole con el alma, entrando en tráiler ante la atónita mirada del portero, el defensa que venía a intentar salvar la tragedia que se avecinaba y todo el mundo que ocupaba sus asientos y las pistas de atletismo colindantes.
Confieso que no fui el primero en gritar porque creía que era fuera de juego.
Pero luego sí, grité, corrí, cogí a la gente de las solapas, lloré, pedí que me dejaran solo, volví en mí y me hice entrar en razón y hacerme ver que era verdad, que sí, que habíamos entrado. Que el camino es el que es. Que la vida consiste en pegar pelotazos largos, a ciegas, sin saber dónde van a caer. Que consiste en correr hasta que no puedas más, y aun así, darle mientras te caes. Paporsi, que se diría. Y si hace falta, darle con el puntero para rematar, para que no quede duda. Para que el trabajo se acabe, de una manera u otra.
Y no sé muy bien cómo cojones acabar este texto, tras el nudo en la garganta y el sermón moralizante del anterior párrafo. Así que, simplemente, adjunto el gol que provocó el día más feliz de mi vida.